Durante
la mayor parte de la historia la visión dominante en el ámbito de
la biología ha sido el fijismo,
la idea de que las especies vivas son inalterables, siempre han sido
como las conocemos hoy en día y no cambian con el paso del tiempo.
Hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XVIII, con la teoría
de Lamarck y, aún más, hasta la publicación de El
origen de las especies, de
Charles Darwin, en 1859, para que la idea evolucionista se abra paso.
En su obra Evolución,
el biológo Richard Dawkins se pregunta por qué
Darwin tardó tanto tiempo en aparecer en escena. Para entender esto, en su opinión, más importante incluso que el creacionismo
bíblico resultó una concepción filosófica que podemos denominar
el “esencialismo biológico” :
¿Qué
retrasó la llegada de la humanidad a esa idea sencilla y luminosa
que parece, al verla, mucho más simple de entender que las ideas
matemáticas que nos había dado Newton dos siglos antes, o incluso
Arquímedes dos milenios antes? Se han sugerido muchas respuestas.
Quizá nuestras mentes estaban cohibidas por el tiempo total que debe
pasar para que se lleven a término los grandes cambios —por el
desajuste entre lo que ahora llamamos tiempo geológico profundo y el
tiempo de vida y de comprensión de la persona que intenta
entenderlo—. Quizá fue el adoctrinamiento religioso lo que nos
retrajo. O quizá fue la sobrecogedora complejidad de un órgano
vivo, por ejemplo un ojo, cargado como está con la cautivadora
ilusión de haber sido diseñado por un maestro ingeniero.
Probablemente todo tuvo que ver. Pero Ernst Mayr, el gran abuelo de
la síntesis neodarwiniana, que murió en 2005 a la edad de cien
años, sostenía insistentemente una posibilidad diferente. Para Mayr
la culpable era la antigua doctrina filosófica del —por darle un
nombre moderno— esencialismo. El descubrimiento de la evolución
fue retenido por la mano muerta de Platón.
Para
Platón, la «realidad» que creemos ver son sombras proyectadas
sobre la pared de nuestra caverna por la temblorosa luz de un fuego
de campamento. Como otros pensadores clásicos griegos, Platón era
en el fondo un geómetra. Cada triángulo dibujado en la arena es una
sombra imperfecta de la esencia verdadera del triángulo. Las líneas
del triángulo esencial son líneas euclídeas puras, con longitud
pero sin grosor, líneas definidas como infinitamente estrechas y que
nunca se cruzan cuando son paralelas. Los ángulos del triángulo
esencial suman exactamente dos ángulos rectos, ni un picosegundo de
arco más o menos. Esto no ocurre con los triángulos dibujados en la
arena: el triángulo de la arena, para Platón, es una sombra
precaria del triángulo esencial ideal.
La
biología, según Mayr, está asolada por su propia versión de
esencialismo. El esencialismo biológico trata a los tapires y a los
conejos, a los pangolines y a los dromedarios, como si fueran
triángulos, rombos, parábolas o dodecaedros. Los conejos que vemos
son lánguidas sombras de la «idea» perfecta del conejo, del conejo
platónico ideal, esencial, que anda por algún sitio en el espacio
conceptual junto con todos los átomos perfectos de la geometría.
Los conejos de carne y hueso pueden variar, pero sus variaciones se
ven siempre como desviaciones defectuosas de la esencia ideal del
conejo.
¡Qué
imagen tan desesperadamente antievolutiva! El platónico ve cada
cambio en los conejos como una desviación desordenada del conejo
esencial, y siempre habrá resistencia al cambio —como si todos los
conejos reales estuvieran unidos por una cuerda invisible al conejo
esencial en el cielo—. La visión evolutiva de la vida es
radicalmente opuesta. Los descendientes pueden desviarse
indefinidamente de la forma ancestral y cada desviación se convierte
en un ancestro potencial para variaciones futuras. De hecho, Alfred
Rusell Wallace, codescubridor con Darwin, aunque de forma
independiente, de la evolución por selección natural, llamó a su
artículo «Sobre la tendencia de las variedades a desviarse
indefinidamente de su tipo original».
Si
hay un «conejo estándar», no es otro que el centro de una
distribución con forma de campana de conejos variables, que saltan y
corretean. Y la distribución cambia con el tiempo. Según pasan las
generaciones puede llegar un punto, que no está bien definido, en el
que la norma de lo que llamamos conejos se haya desviado tanto que
merezca un nombre diferente. No hay una «conejidad» permanente, no
hay esencia de conejo colgando en el cielo, solo poblaciones de
individuos con bigotes nerviosos, coprófagos, de largas orejas y
peludos con una distribución estadística determinada por las
variaciones de tamaño, forma, color y propensiones. Las largas
orejas que solían ser el extremo de una distribución antigua
pueden, más tarde en tiempo geológico, llegar a ser el centro de
una nueva distribución. Dado un número suficientemente grande de
generaciones, puede no haber solapamiento entre distribuciones de
ancestros y de descendientes: las mayores orejas entre los ancestros
pueden ser más cortas que las orejas más cortas entre los
descendientes. Todo fluye, nada está estático, como dijo Heráclito,
otro filósofo griego. Después de un millón de años puede ser
difícil creer que los animales descendientes tuvieran alguna vez a
los conejos como ancestros. Sin embargo, en ninguna generación
durante este proceso evolutivo estuvo el tipo dominante de la
población lejos del tipo modal de la generación anterior o de la
siguiente generación. Esta forma de pensar es lo que Mayr llamó
«pensamiento de poblaciones». Para él, el pensamiento de
poblaciones era la antítesis del esencialismo.
Según
Mayr, la razón por la que Darwin llegó tan excesivamente tarde a la
escena histórica fue porque todos tenemos —bien sea por la
influencia griega o por otra razón — el esencialismo grabado en
nuestro ADN mental. Para aquellos que están estancados en las ideas
platónicas, un conejo es un conejo. Sugerir que la «conejidad»
constituye una especie de nube en movimiento de medias estadísticas,
o que hoy un conejo típico puede ser diferente del conejo típico de
hace un millón de años o del típico conejo de dentro de un millón
de años, parece violar un tabú interno. De hecho, los psicólogos
que estudian el desarrollo del lenguaje nos dicen que los niños son
esencialistas naturales. Quizá tienen que serlo si quieren
mantenerse cuerdos mientras sus mentes en desarrollo dividen las
cosas en categorías discretas y designan a cada una con un nombre.
No sorprende que la primera tarea de Adán, en el mito del Génesis,
fuera poner nombre a todos los animales.
Richard
Dawkins. Evolución.
No
obstante lo anterior, lo cierto es que el personaje que dominó el
pensamiento biológico durante siglos no fue Platón, sino
Aristóteles, cuya teoría es, eso sí, plenamente esencialista. Para
Aristóteles, todo ser está compuesto de una materia y una forma, o
es, de hecho, una materia dotada de forma. La forma o esencia es lo
que hace que cada cosa sea algo concreto. En el caso de los seres
vivos existe una forma sustancial que es común a todos los miembros
de la misma especie y que correspondería al tipo ideal al que se
refiere Dawkins en el texto anterior. Pero, a diferencia de Platón,
Aristóteles no cree que esa esencia sea un principio abstracto e
ideal, sino algo presente y actuante en cada ser vivo y que se
transmite en la reproducción biológica de generación en
generación. ¿Cómo se lleva esto a cabo? En su obra La
reproducción de los animales,
Aristóteles estudia la reproducción sexual, en la que, afirma, cada
sexo tiene su función propia. El papel de la hembra o la mujer es
suministrar la materia del nuevo ser, a partir de la sangre que se
encuentra en sus órganos genitales. La función del macho es
suministrar, mediante su esperma o semilla, la fuerza generadora o
activa capaz de moldear, dar forma o construir otro ser vivo a partir
de la materia proporcionada por la hembra. De este modo, cada padre
transmite a su descendencia la forma sustancial de su propia especie,
lo que hace que ésta se perpetúe. Las pequeñas variaciones entre
los miembros de cada especie se explican por las circunstancias
concretas de cada concepción, pero el ser propio de la especie
permanece inalterable a través de las generaciones.
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